Es necesario ser
enérgico con uno mismo, pues el crecimiento necesita de momentos fuertes, la
vitalidad hace parte del ser humano, la metamorfosis casi siempre es dolorosa.
Ahora me chorrean las palabras como un manantial hacia el río. Muchas palabras
se siguen, se esfuman, se interponen. La cotidianidad repito y me reconozco
así, de este modo, insignificante. Pienso en ella, en la memoria, y quien sabe
sea mejor así, llegar a aquel lugar y esconderse entre la gente, así, de forma antigua.
Sería bueno verla como había soñado, de modo urgente.
Un monólogo, como el
de ahora, sin nexo, como siguiendo el juego de la cabeza, como la vida. Un
monólogo, repetitivo, insistente, constante, triste. ¿Así sería la vida? Una
especie en extinción. La luz amarilla se desliza sobre mi semblante y me hace
parecer a un muerto o a un pez, pescado, con la boca redonda, así estoy ahora
en este olvido del silencio. La horrible luz blanca. Luz que enceguece, así
como la nieve, quema los ojos. Es espantoso, como el negro, que se traga a la
retina, devorándola en la oscuridad. La luz que ilumina enceguece, paradoja,
como la nieve, así como la nieve. Como este monólogo sin sentido fijo, fijado
en un clavo en la pared.
Trato
de escapar por la fisura de la poesía que eres, finalmente, tú. Es así con
todas las palabras que mi miedo representa. Con todos mis errores y horrores.
La poesía cotidiana de esta vida melindrosa eres tú. Es una intención y una
verdad que sobrepasa mis mezquinarías, mis manías, mi ignorancia, no saber para
dónde voy ni a qué lado pretendo ir. Me resguardo en tu risa, en tu mirada, en
tu confianza por el mundo. Estimo tu esperanza, tu alegría, que al final las
asumo como si fueran mías. Por eso eres mi rincón privilegiado, el pedazo de
tiempo reservado para las curas. Sabré tantas cosas, sabré siempre menos de lo
que pretendo, mi rudeza como un reposo se acuesta a mi lado y me recuerda
siempre, todos los días, que merezco compasión mucho más que cierto asombro. Mi
alegría reside en tu recuerdo, en la memoria que tengo caliente entre mis
manos, es un modo de decir, pues el lugar más indicado para ti es mi corazón.
No pretendo ser romántico. Pero necesitaba decirte mi verdad, ¿será muy
limitada? Probablemente merezca algo mejor que la precariedad singular de la
nada.
Este ejercicio de la
creación, en el que me he metido con más incertidumbres que certezas, lo
comparo con la melodía que llega hasta el oído de repente, sorpresivamente, sin
revelar su origen ni dirección. Es un modo de esconderse, es un estar
simplemente, dejarse estar, con la oreja de pie, atento, escuchar las
pulsaciones de la vida, de la cotidianidad. Abrirse a la sorpresa, una abertura
desinteresada y esperar, esperar. El brillo llega de repente e inunda todo con
su luz. Es así si uno quiere crecer, dejarse modelar por lo cotidiano, por la
poesía memorial, por las cosas guardadas durante siglos. La dureza de la piedra
podrá ser relativizada, llevadera. Las cicatrices en las manos, en el corazón,
serán apenas testimonios de un camino demasiado largo que valientemente hay que
seguir enfrentando.
Hay una reserva en
la memoria que debe ser revisitada, una cantera inagotable para mirar y
apreciar el mundo en que vivimos. Ella es un lugar sagrado donde todo lo que
somos se aloja, añejándose, aguardando el momento oportuno para surgir y
ofrecer su rostro como bálsamo fresco de sanidad. La memoria es ocasión de
reconciliación con el pasado, especialmente con la infancia, aquel tiempo en
que formamos todo lo que somos y lo que todavía nos falta ser. Es saludable y
enriquecedor volver al pasado, quizá para aprender algo o apenas para olvidar.