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martes, 19 de abril de 2011

EL ESPEJO

Me desnudo delante del espejo y veo que mi vientre ha aumentando de volumen violentamente. Intento tragarme la barriga con un esfuerzo sobrenatural, pero al rato lanzo el aire presionado y salta como un animal arisco; se mueve con sus pliegues silenciosos de suculentas grasas. Es mi nueva diversión. He mandado colocar en la pared un espejo de mi altura, para verme el cuerpo entero, para verme mejor, claro. Puse la cama delante del espejo y me acuesto para observarme detenidamente como en otros tiempos.


Miro mi cuerpo extendido sobre el colchón y las curvas hacen silencios como si esperaran algo; una urgencia de vida recorre las venas en un delirio frenético. Mi cuerpo se extiende como una larga montaña de desesperación, los poros parecerían aguardar un contacto y en el espejo pasan sombras de los años que no regresan. La juventud es tan tierna, pero la piel se dilata y, despacio o quizás muy rápidamente, se deteriora, vuelve hacia el origen, indefinidamente, hasta terminar en el polen, para, de nuevo, perderse en el universo. Universo, esa palabra tan intensa, que recorre la luz, el silencio y todos los espacios.


Existe momento en la vida que no tiene nombre y entonces uno no sabe la razón de estar vivo, la vida no tiene sabor, se hace incolora, desabrida, en aquel instante sirven el colchón y el espejo para mostrarnos la belleza y la miseria al mismo tiempo.


Miro mi cuerpo enfermo. Esta llaga azulada en el pecho me consume como si fuera fuego. El espejo se ha cansado de este juego y lucha contra su ceguera a causa de la humedad.


Si despierto mañana festejaré la vida, pero quizás mañana sea tarde. El colchón ha perdido suavidad, su perfume peculiar a rosa fresca, que la piel de ella había emanado por casi medio siglo como un manantial, ha desaparecido, para dar lugar a este aroma de vejez.