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viernes, 3 de agosto de 2012

LA MUERTE Y EL SENTIDO



Cuando la muerte es experimentada como una realidad que aparentemente no nos concierne directamente, parece muy distante, pero quien alguna vez ha vivido de cerca la experiencia de la muerte, porque ha perdido a un ser amado, sabe bien del sentimiento de impotencia delante de tal realidad. La muerte es una verdad de la que tomamos conciencia desde la más tierna edad, pero a la que difícilmente enfrentamos con seriedad. En muchos casos la muerte causa aprensión, por más que sepamos que es imposible huir de ella.



Siendo una realidad dramática difícilmente quedamos indiferentes delante de ella. Es una realidad que nos toca profundamente. Alguien decía que es una de las pocas certezas que tenemos. Nacemos y estamos listos para la muerte, pero así como es una realidad de la que no podemos huir, también puede depender de ella nuestra actitud fundamental delante de la existencia.


La muerte no es indiferente. Trae consigo muchas preguntas. El amor a la vida lleva al ser humano a ver la muerte como un desafío, el último, el definitivo, el más importante. Con la muerte termina una historia, la belleza de una existencia, la grandiosidad de la experiencia de ser persona en el mundo. Todas las realizaciones, las conquistas, los sueños alimentados, llegan a su fin no porque hayan sido cumplidos en su totalidad, mas bien porque el tiempo se ha agotado y se ha cortado el aliento.


Delante de tal realidad es imposible no preguntarse sobre el sentido de lo que el ser querido ha vivido (y por extensión sobre el sentido de la propia vida). Qué sentido puede tener haber vivido, haber sido inteligente, consciente, libre, haber amado, haber construido una historia propia y terminar un buen día como si nada. El primer sentimiento que nace obviamente es de absurdo. Si con la realidad de la muerte se termina la historia de los seres que amamos (y de nosotros mismos algún día), qué sentido tuvo la vida (para quien ya murió) y qué sentido puede tener seguir viviendo (para los vivos). De este modo la muerte se presenta como un macizo muro donde termina la realidad humana. ¿Esto sería el sentido de la vida?


Sin embargo el ser humano al ser cuestionado por la circunstancia de la muerte tiende a responder no con negación de la esperanza, pues de ese modo la existencia carecería de verdadero valor. ¿Para qué tanta perfección?, ¿para nada? El ser humano es un ser que no se contenta con su estar en el mundo, sabe que todo esto es poco para la inmensidad de sus expectativas. El hombre espera siempre, por eso piensa el futuro con optimismo. De ese modo la muerte no debe, no puede, terminar con toda esa grandiosidad de la experiencia humana. Ella no puede acabar con la historia de quien ha vivido abierto a la espera, que ha soñado, que ha construido, que ha amado, que ha confiado. ¿Es posible que todas esas esperanzas sean desechadas en la sepultura?


La actitud del ser humano, delante de la muerte, no es una certeza porque, la muerte como realidad, lo ultrapasa totalmente, sabe que nunca podrá dominarla. Entonces el hombre, en una actitud de humilde confianza, espera. No espera como un último refugio, sino a partir de una fantástica experiencia de vida, que para no ser absurda, debe abrirse a una experiencia mayor que no dependa de sus fuerzas. Es decir, debe entregarse a la esperanza mayor que es Dios. Pues de esta actitud de encerrarse o abrirse al trascendente depende el sentido de la propia existencia. La primera actitud lleva al absurdo y la segunda a la esperanza. La esperanza es confianza y entrega.