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viernes, 22 de enero de 2010

RÍO

Era sábado y el día estaba magnífico. En un barcito, cuyas mesas se alineaban milimétricamente en plena calle de Río de Janeiro, bebimos Guaraná primero y Skol más tarde. Las moscas paseaban y aterrizaban sobre las mesas acarameladas y empolvadas. “Las moscas son iguales en todo el mundo”, pensé. Una mujer se acercó con cinco hojas de poesías. “Escreveu meu pai”, dijo casi para sí misma. Estaba vendiendo cada hoja por treinta centavos o, si se prefería, los cinco poemas por un real. Imaginé de inmediato al poeta, que debía ser un negro, barba blanca, sentado delante de una casucha en una de las tantas favelas de Río de Janeiro, narrando sabrosas historias a sus numerosos nietos. Leí los poemas y efectivamente en algunos de ellos resplandecían brillos de la sensibilidad y del arte. “Le faltan algunas herramientas al constructor de belleza, debe ser un principiante”, dijo Federico en voz alta, imitando una tonada porteña, para hacerse notar. “Es un carioca, dije bajito, todo carioca es un poco poeta, pues sería imposible no serlo en una ciudad como esta”. Escuchamos varios disparos a los lejos y en un instante, con estridentes sirenas, pasaron policías y ambulancias. La vendedora de poemas salió corriendo y dijo casi gritando, “puede ser mi padre”. “Oi, los poemas”, dije. “É um presente do poeta carioca”, dijo con los brazos en alto y nos dejó sentados en el bar. Federico bebió de una vez su vaso de skol, “che, qué lindo es Río de Janeiro”, dijo sonriendo. Las moscas seguían aterrizando sobre las mesas empolvadas.