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sábado, 9 de junio de 2012

TREN RAMAL

Los dos en el mismo tren como por obra del acaso, ella pensaba en él sentada en el primer vagón, él leía un libro en el tercero, aunque pasaba más tiempo observando las casas que pasaban en dirección contraria. “¡Cómo es bella mi amada, cómo es bella!”, leyó en el libro reconociendo la frase del Cantar de los Cantares. Pensó en ella, había pasado tanto tiempo y nunca más se habían visto. Recordó el inicio de aquella historia que había empezado casi como un juego, después los años fueron acostumbrando a la soledad y quizá el amor se haya alejado. Me debes un beso, repetía en sus cartas, los dos vivían en la misma ciudad sin que supieran y ahora viajaban en el mismo tren. Es extraño el amor, sabemos que nada dura para siempre, pensó él observando la pequeña estación en la que se detuvo el tren. Algunas personas descendieron abrazados con sus seres queridos. Ella sonrió al ver a una adolescente correr hacia su chico. Años dorados, dijo al suspirar, cuántas ilusiones, sabía que algún día se encontrarían y que pondrían sobre la mesa el pasado. ¿Cómo será ese día?, había imaginado tantas veces la ocasión, inventaba y reinventaba encuentros fantásticos y ahora no se le ocurría nada. ¿Cómo será su aspecto veinte años después? Habrá cambiado demasiado, pensó, su sonrisa continuará igual, sabía que sería capaz de reconocerlo en medio de una multitud por su sonrisa. Volvió a sonreír y dijo, o por lo menos pensó decir, “¡qué loca estoy!”. El tren reinició su viaje moviéndose lentamente con el ruido tan extraño que va perdiéndose con la velocidad hasta hacerse silencio con el silencio. Tan sólo pudiera verla para revivir aquel pasado del amor, pensó y cerró el pequeño libro y se perdió a través del vidrio de la ventana. De vez en cuando sentía el aroma a madera quemada que llegaba con el viento. Éramos jóvenes para entregarnos al amor y quizás ahora seamos muy viejos, ella pensaba con los ojos cerrados y de vez en cuando sus pensamientos se entreveraban con sus sueños. Cada vez que viajaba en ese tren ocurría lo mismo, pensaba en él y para asegurarse de que apenas se trataba de un mal estar miraba el vidrio tratando de verse en la sombra del reflejo. Se miraba atentamente ignorando a los demás pasajeros. Los años no pasaron en vano, dijo casi en silencio, triste como en una confesión, éramos tan jóvenes y llevábamos en la piel la urgencia del amor que perdimos. Me sigue debiendo el beso, más de veinte años que espero ese beso. El tren seguía su marcha, pero fue disminuyendo la velocidad hasta parar en la estación Mano’i. Se repitieron las salidas y entradas de personas como en la estación anterior. Ella escribía algo en su agenda en el primer vagón ya casi desierta, apenas una anciana discutía con unos chicos en el fondo. Él dormía con la cabeza inclinada sobre el vidrio de la ventana, soñaba. ¿Prometes que me amarás para siempre?, interrogó ella. Prometo. La besó finalmente, pero despertó cuando el tren reanudó su viaje. Mi estación es la próxima, pensó ella y siguió anotando algo en la agenda. Llamar a la Editora El Valle; entrevista con José Austran y... y por la noche cena en la presentación del libro de Serafín Paniagua. Estoy harta de tantas tonterías, dijo al mirar por la ventana la plantación de trigo en su etapa madura, un amarillo celestial. A veces pienso que hubiera preferido ser una anónima ama de casa, dijo y sonrió, pero ésta es la vida que he elegido o la que ella eligió por mí, dijo, la lapicera bailaba entre sus labios. Ya no soy un adolescente, pensó él, debo dejar de creer en cosas tan frívolas, soy un hombre con responsabilidades, tengo mis obligaciones. Querido, querido, ¿por qué dejaste de escribirme?, eras el amor de mi vida, qué estoy diciendo. Ya no soy una niña, tengo que cumplir deberes, debo responder sobre las personas que dependen de mí, además, estoy segura que estará casado. ¿Se habrá casado? Y, ¿si ella se casó sin avisarme?, pero qué puede importar eso, ella tiene su vida y tiene el derecho de hacer lo que le parezca. Gracias a Dios estamos llegando, dijo ella mirando a la anciana que ahora dormía cerca de sus nietos. El tren se detuvo. Abuela, abuela, ¿es ésta nuestra estación? No pues, mi hijito. La próxima debe ser la mía, dijo él medio distraído cuando el tren continuó con su monótona carrera. Había subido en el vagón una pareja bastante extraña a juzgar por sus ropas y tatuajes. Sonrió al mirar por la ventana. ¡Es ella!, dijo al ver una figura de perfil. ¡Es ella!, tiene que ser ella, estoy seguro que es ella. ¿Qué hago? Saltar del tren sería peligroso, había visto muy bien aquellos pelos que seguían idénticos, no han cambiado casi nada, dijo sin notar que estaba de pie, con la cabeza fuera del vagón. La pareja de hippies se miró. Tengo que bajarme, no puedo perder esta oportunidad, dijo, pero de pronto dudó. ¿Y si no era ella, si apenas fue una ilusión como ya había ocurrido otras veces? Se sentó nuevamente en su lugar sin saber qué pensar. De pronto se dio cuenta de que el tren iba muy despacio, que se detenía al entrar en un túnel. De un salto se puso de pie. Es mi oportunidad, dijo, el destino lo quiso así, allá voy, gritó y saltó apresuradamente sin pensarlo más. El hombre tatuado meneó la cabeza y murmuró algo. El tren se perdió en la oscuridad del túnel. Se puso a correr hacia la estación pero se detuvo al escuchar unos pasos que se dirigían hacia él. Por la voz era una mujer. ¿Y si fuera ella?, pensó. Vio el bulto más cerca de él, ya que la sombra del túnel no permitía verla bien. Es ella, dijo. Disculpe. Sí. ¿Puede decirme la hora por favor? Claro, son... espere… son las once y veinte. Gracias. De nada. La mujer reanudó su canto y él sacó del bolsillo el reloj y nuevamente se echó a correr hacia la estación. ¡Qué locura! Se sentó en un bar sin sacar los ojos del sanitario femenino. En la puerta podía verse la figura de una pequeña muñeca indicando que el espacio correspondía a las damas. Esperó un buen tiempo, permaneció con los ojos fijos hacia la muñeca esperando que otras mujeres salieran del sanitario, pues tal vez ella haya entrado antes de su llegada. Ya son las doce y diez, dijo. Llamó al mesero y pidió algo. ¿Se le ofrece algo más señor?, preguntó el mesero. ¡Ah!, por favor tráigame un filé de pescado en vez de pollo. Como quiera señor. Soy el más tonto del mundo, ¿a quién se le ocurriría saltar de un tren porque vio, o que pensó ver a la mujer de su vida, a quien no había visto por más de veinte años? Aquí está la cuenta, señor. Muy bien. Aquí tiene y quédese con el cambio. Gracias. Dime, ¿a qué hora pasa el próximo tren? A las seis de la tarde, señor. Está bien, muchas gracias. Se sentó en la pequeña plaza y continuó mortificándose por su absurda actitud, acompañó con la mirada el vuelo de un colibrí que buscaba flores, probó en segundos varias de ellas y seguramente ninguna ofrecía el sabor acaramelado de su néctar, demoró un poco más en el beso de una flor roja pero enseguida desapareció rozando las hojas de un gigantesco árbol en el centro del parque. Se acordó de su deuda, se levantó y caminó sin rumbos por esas calles estrechas, apenas empedradas con las deformadas piedras negras, típicamente interiorana. Esto es tan ridículo, dijo desconsolado, entró en una librería. Menos mal, dijo, por lo menos algo interesante con que gastar el tiempo. Una sonrisa de comedia le recibió invitándole a que quedara a gusto. Historia, Filosofía, Esoterismo, Arte, Literatura, aquí, dijo y con las dos manos entrelazadas empezó a observar el estante. Tomó un volumen gordo y se sentó en la silleta. “La Montaña Mágica” de Thomas Mann, dijo a sí mismo como para prevenirse de algo. Continuó con la lectura. Sintió algo diferente en el aire, como si alguien le observara, pero no hizo caso. No resistió y levantó la cabeza para buscar al espía, primero vio los pies en unas sandalias de cuero que parecían confortables, luego las bellas piernas y en seguida la pollera larga, quiso retornar la vista sobre las hojas del libro, pero se dejó llevar por la curiosidad deliciosa. Vio la blusa verde limón, el pelo encaracolado y por fin una sonrisa verdadera. Era ella, no dijeron nada, apenas se miraron por un instante. Dios mío, Dios mío si es realmente él, qué diferente, dijo ella. Él se levantó, ella se acercó, se abrazaron. Los funcionarios de la librería hicieron algún comentario pero fingieron continuar trabajando. Se sentaron y no necesitaron de  palabras, sus ojos se encargaron de contar las verdades de los años, finalmente ella explicó algunas cosas y salieron a la calle. Fueron hasta el apartamento del otro lado de la estación donde ella vivía. Desde la baranda miraron la ciudad que empezaba a cubrirse de una fina capa oscura al final de la tarde. Es muy tranquilo aquí, dijo ella, me gusta lo que hago, tengo dos librerías sobre mi responsabilidad y varios eventos culturales que promover. El teléfono tocó, ella no quiso atender pues sabía de sus compromisos. Callaron. De nuevo el teléfono se hizo sentir con su ruido monótono. Puede ser algo importante, dijo él. Las luces de la ciudad empezaban a mostrarse. Desde el balcón podía escucharse perfectamente un cierto tono de discusión en el teléfono. Trató de no ser indiscreto y se concentró en la oscuridad del principio de la noche. Discúlpame, dijo ella con la cabeza baja. Él vio algunos hilos blancos entre los pelos encaracolados y no se fijó en el rostro triste que trataba de disculparse. Me necesitan para una importante reunión en la Editora. Siento mucho. He deseado una cena desde años y tendré que abandonarte justo ahora. No te preocupes, entiendo perfectamente, es tu trabajo. Ahora sí tendré tiempo para conversar con la ciudad, dijo él tratando de sonreír, miró el cielo. Perdóname, dijo ella acercándose. Estás hermosa, dijo él. Sigues siendo generoso. Tengo que irme. Prometo que regresaré pronto e iremos a cenar por ahí, ¿está bien? Claro, vete tranquila. Gracias. Sonrió al recordar que años atrás ella le decía querido “peixe” en memoria de su viaje al lejano Brasil. Ella retornó cansada y lo encontró despierto. No es posible seguir así, dijo él, qué quieres que haga, respondió ella. Soy una persona casada y tú deberías saber y entender eso. Hace más de veinte años que vivimos este juego pueril, o ¿pensabas que te esperaría eternamente? No, dijo él sin sorprenderse. Yo también soy un hombre casado, eso ya lo sabía, dijo ella. Ya no tenemos espacio para otras aventuras en nuestras vidas, tenemos responsabilidades e hijos para cuidar. Ya ves, tengo dos hijos para administrar, dijo mostrando las fotos de las dos librerías. Y yo otro hijo que engendrar, dijo él. Nos hemos casado con nuestro trabajo, tú con el dinero y yo con la literatura. Y, ¿qué hacemos aquí?, dijo ella tirando al suelo su pequeña cartera negra. Meros recuerdos, dijo él y se echó nuevamente sobre el sofá y continuó durmiendo. Ella abrió la puerta con cuidado para no despertarlo. Él se despertó pero prefirió fingir estar dormido. Ella apagó el televisor y se paró un instante frente al sofá, meneó la cabeza y se fue a su cuarto sobre las puntas de los pies. Él miró su reloj en la oscuridad, eran las dos de la mañana, siguió durmiendo. Más tarde siguió soñando, pero al día siguiente ya nada recordó. Cuando ella salió de su cuarto él ya estaba despierto y listo para salir hacia la estación. Ella acabara de salir del sanitario, estaba envuelta en una toalla amarilla. Podía sentirse el aroma refrescante del champú que había usado. Lamento mucho lo de anoche, dijo ella. Había llegado muy tarde y ya te encontré durmiendo, pero hoy de noche no tengo ningún compromiso, te juro. No te preocupes, dijo él calmamente, tengo que irme, esta tarde tengo una cita importantísima. Perdóname, dijo ella. Pero, pero si no tengo nada que perdonarte, dijo él, estoy seguro que esto forma parte de nuestro eterno juego. Ella abrió los brazos para abrazarle, pero se detuvo al notar que la toalla amarilla caía deslizándose lentamente de su cuerpo. No dijo nada, apenas observó la toalla sobre la alfombra. Ni siquiera se ruborizó. Ella permaneció desnuda. ¿No te molesta?, preguntó, por decir algo. Él sonrió, tomó la toalla y la envolvió. Tantas veces he soñado con tu cuerpo que, estoy seguro, lo he de conocer tanto como tú, dijo y se despidió simplemente con un apretón de manos. Salió apresuradamente sin mirar hacia atrás. Ella permaneció parada en medio de la sala, desnuda. ¡Santo Dios!, dijo, él me debía un beso. Señor, dijo alguien tocándole el hombro, discúlpeme pero quería avisarle que la próxima estación es la última y que se le cayó la billetera atrás del asiento. Muchas gracias por avisarme, dijo mirando el reloj, se levantó, recogió la billetera y meneó la cabeza, era la segunda vez que se dormía y pasaba de estación. Abrió su libro y trató de reiniciar la lectura. Sintió que alguien lo vigilaba, miró y vio a una señorita que sonreía con un libro sobre las piernas. Él también sonrió en señal de simpatía y nuevamente se encerró en su libro. Quizá no haya notado que por obra del acaso, si es que existe el acaso, que los dos estaban leyendo el mismo libro y que estaban en el tercer vagón del mismo tren.