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sábado, 17 de abril de 2010

MADRUGADA

Quiero que tomes a tu mujer, dile que te prepare algo sabroso, lo que más te agrade de su cocina. Bebe tu vino por última vez y haz lo que quiera después, o mejor, lo que puedas, porque mañana será otro día para ti. No estarás aquí para deleitarte con las cosas que consideras ahora banales. Morirás como cualquier mortal, como ese reloj de pared que se ha detenido sin sorpresa, no tiene por qué ser diferente. Prepara tu memoria para lo que se viene, guarda, esconde lo que consideras tu tesoro. Mañana, no pasaré el día de mañana, vendré a buscarte, vendré a buscarte.


Despierta sobresaltado. Observa el reloj sobre placar con los números digitales, 02:39, intermitentes. Escucha la respiración tranquila de su mujer que duerme a su lado. Nunca había despertado a esta hora, pensó. Fue hasta la cocina para beber un vaso de agua. Se sentó para recordar el sueño que estaba aún en sus retinas.


- Amor mío no tienes que levantarte -escuchó el grito de su mujer que venía a su encuentro-. Por favor volvamos a la cama.


- ¿Qué esta pasando? -preguntó sin sacar la mirada del vaso sobre la mesa.


- Te estás recuperando, mi amor, todo está bien, debes descansar.


- ¿Qué hora es?


- Son las tres y cuarto. Dijo ella bostezando.


- Tengo ganas de comer.


- Te reparo pan y queso fresco con algunas hojas.


- No, quiero algo más sustancioso, quiero comer algo especial. Voy a abrir esta garrafa, dijo tomando una de vino que reposaba en el estante.


- No deberías beber.


- No te preocupes Claudia, estoy mucho mejor, ya verás.


Una ternura extraña le invadió el corazón al ver la figura de su mujer trabajando en la cocina. Su ropa de dormir, las medias, sus movimientos, sus gestos le parecían encantadores. Siguió observando hasta que sintió unas gotas de lágrimas en su mejilla, que se secó rápidamente y cerró los ojos. Una bruma, un camino de cerrazón que iba cubriendo una selva y empezaba a despejarse. Imágenes que consideraba recientes iban agrupándose en su mente. Su pecho que había sido abierto, las máquinas que le habían ayudado a respirar. Le parecía que demasiado silencio se había abrigado en su corazón. Uno es lo que recuerda, había dicho él mismo muchas veces. Ahora movía los labios lentamente como confesando algún pecado en la oscuridad.


Debería saberlo, dijo entre dientes, debería saber que ocurriría esto. Bien poca cosa es el hombre. Miró por la ventana y vio a los lejos unas nubes. El edificio viejo cubría la mayor parte de su visión. Aquellas paredes verdes, cubiertas de musgos, le parecían muy tristes.


- Qué está pasando, volvió a preguntar.


- No debería levantarte mi amor, dijo ella.


- Sólo quiero comer algo rico, dijo él alzando el vaso de vino. Ah, no sabes lo delicioso que está esto, Claudia. Deberías probarlo.


- Son las tres de la mañana, dijo la mujer con voz cansada, voy a prepararme un té.


Me apego a la vida como un parásito, porque ella es mucho mayor que esta pobre realidad en la que me encuentro. Participo de la vida a mi modo, así como soy, hago parte de su movimiento total. En mi insignificancia engrandezco la vida, pero ella seguirá bien campante sin mí. Para la totalidad de la vida no paso de algo banal.


Ahora comprendo lo que significa aquello de que la muerte no puede con la vida. La muerte no alcanza a triunfar completamente. La vida es resistente. En mi particularidad puedo desaparecer, estoy hecho para eso, lo que no significa que la vida desaparecerá. La religión tiene razón. La vida perdura siempre. Es natural que en este estado susceptible uno piense en la posibilidad de la vida después del fin. Claro que la sed es incapaz de crear el agua. Se entiende, ¿no? Lo que es imposible negar es el inevitable fin del destino particular. Es esta nuestra única verdad. Estamos para desaparecer. Seguir viviendo pertenece a la esfera de la fe, aquella visión humana que puede ayudar a cruzar esta casi siempre dolorosa experiencia.


La vida del ser humano es breve, dijo en voz alta sin darse cuenta de que ella estaba sentada allí delante de él con su pocillo de té caliente cuyo aroma desentonaba del sabor a vino tinto. Acariciaba cariñosamente su taza con los dedos en una posición que parecía pedir una bendición. No dijo nada, no porque no tuviera asuntos, mas porque quería respetar aquel silencio tan propia de aquella hora. Apenas se sentía el serpenteo constante de la lámpara fluorescente y de otros electrodomésticos. Había llevado el alimento a su boca una sola vez, en cambio ya había vaciado la mitad de la botella. Ella miraba el piso intentando disimular su enojo.


- Debemos cambiar la batería de ese reloj, dijo de repente mostrando con el indicador el reloj de pared que estaba parado.


- Sí claro, dijo ella. Quería decir más pero se contuvo.


- Creo que deberías volver a la cama, mañana vas a trabajar.


Ella sonrió. Tu sonrisa, pensó él, es lo que voy a llevar conmigo. Quisiera robar un poco de tiempo al tiempo para volver a vivir contigo nuevamente todo. Una distancia, demasiada poderosa, se ha interpuesto entre nosotros, ni tú ni yo podemos vencer. Te he amado siempre, continuó diciendo para sí mismo, pero mirando a su mujer que continuaba callada, sentada delante de él. Fui demasiado humano, hasta donde se puede entender esta frase. Fui leal, no puedo decir que haya sido fiel, en el sentido que la moral alguna vez quiso imponer. Pero me parece que la lealtad se adecua mucho más a nuestra pobre condición de seres humillados. No se debe esperar gran cosa de los que deben morir. La metáfora de la vida que se nos adapta muy bien es la de los pobres gladiadores, que levantan el brazo, empuñando sus armas, gritan al emperador diciendo que aquellos que morirán saludaban a la majestad. Quizás lo que el emperador nunca quiso saber es que también él era alguien que debía morir. Tomó la botella de vino y cargó su vaso. Miró el corcho, llevó hasta la nariz, inspiró el perfume.


- Los que fuimos hechos para la muerte necesitamos misericordia, dijo tomando la mano de su mujer. Ella lo miró como hacen las madres con sus hijos cuando no comprenden el significado de las palabras. Quería continuar, pero no quería herir aún más a la persona que había estado a su lado siempre, en todos los momentos buenos y malos, que fueron más. La fidelidad en la que creo con todo mi corazón es la lealtad, pensó. La lealtad prepara para dar incluso la vida por quien se ama. La fidelidad sin lealtad es frivolidad, ideología moralista, modismo. Meneó la cabeza.


- ¿Qué piensas?, preguntó ella.


- Unas tonterías, dijo. Llevó el vaso a la boca. Espero curarme, dijo y se levantó despacio y se dirigió hacia la ventana. Un día la justicia y la paz se besarán, dijo sonriendo. Aquellos ojos se encontraron y repentinamente lloraron. Después de un largo silencio como de luto, él pudo decir algo. En un momento así lo único necesario es dar gracias. Abrazó a su mujer, cerró los ojos y lloró.