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sábado, 14 de febrero de 2009

Saudades de Borges

“Borges se sentó a mi lado en el avión que nos llevaría a Montevideo y después de pocas palabras cambiadas, me preguntó qué hacía y le dije que era sacerdote católico. Me escuchó muy obsequiosamente y seguimos conversando. Después de un silencio dijo: ‘yo no soy creyente, pero de verdad me gustaría que me dijera cómo hago para creer’. Sabía que este hombre magnífico era uno de los escritores más creativos de América del Sur y no supe qué decirle. Estaba seguro que no quería una receta, pero quizás aspiraba escuchar algo bello sobre el infinito, que le interesaba intensamente como tema estético. Recuerdo que le escuché decir una vez que deberíamos salvarnos por la bondad, la justicia y la belleza. Le observé cuidadosamente y vi que su ceguera lo llevaba a “mirar” para arriba, insistentemente. Le dije que para encontrar a Dios bastaba mirar hacia abajo. Se rió respetuosamente y dijo muy bajito: ‘aquí abajo me gustan mucho los hombres y los tigres’”.


Yo conocí a este sacerdote católico y me quedé encantado con la mera idea de que todavía existan personas “reales” que conocieron personalmente al gran maestro. Ciertas personas viven eternamente aquí abajo.

viernes, 13 de febrero de 2009

La Moneda

Un aullido se desgarra
erizando las hojas de los árboles de las aceras
las ventanas se cierran
se santiguan las ancianas
del otro lado en un hospital público
un nacimiento y el llanto de la muerte
una moneda gira en el aire
cae sobre el mostrador de apuestas
los dados contra la pared sucia
las manos que se encuentran
al pasarse la botella
la sangre se desparrama
se confunde con la sirena de la ambulancia
que viaja cortando calles mareadas
barbas oscuras cerca de los ojos
observas el silencio de los motores
opacidad de las luces que venden
que desnudan propagandas de deleites
de lo que no tienes y nunca te hará falta
de lo que nunca podrás comprar
juegas con la moneda vieja
observas la oscuridad de tu calle
que se abre delante de ti
alguien te saluda con la cabeza al pasar
y tú sonríes por no llorar
un aullido se desgarra
erizando las hojas de los árboles de las aceras
aprietas con las dos manos la boca de tu perro sarnoso

La Condición humana (iii)

Miro mi cuerpo extendido sobre el colchón y las curvas hacen silencios como si esperaran algo; una urgencia de vida recorre las venas en un delirio frenético. El cuerpo se extiende como una larga montaña de desesperación, los poros parecerían aguardar un contacto y el espejo ven las sombras de los años que pasan. La juventud es tan tierna, pero la piel se dilata y despacio o quizás muy rápidamente, se deteriora y vuelve hacia el origen, indefinidamente hasta terminar en el polen y de nuevo se pierde en el universo. Universo, esa palabra que se extiende y recorre la luz, el silencio y todos los espacios.
Hay momentos en que la vida no tiene nombre y entonces uno no sabe la razón de estar vivo y la vida no tiene sabor y se hace incolora, desabrida, entonces sirven el colchón y el espejo para mostrarnos la belleza y la miseria. Miro mi cuerpo enfermo y esta llaga azulada en el pecho como fuego me consume. El espejo se ha cansado de este juego y lucha contra su ceguera a causa de la humedad.
Si despierto mañana festejaré la vida, pero quizás mañana sea tarde. El colchón ha perdido suavidad y su perfume peculiar a rosa fresca, que la piel de ella había emanado, por casi medio siglo, como un manantial, ha desaparecido para dar lugar a este sabor a la vejez.

La Condición humana (ii)

Lo único importante que quizás pueda durar son las cosas que nos salen del corazón.
La lógica, la matemática, las definiciones racionales serán olvidadas y nada sobrará de esos infinitos aparentes creados sobre el cálculo.
Quizás lo bueno del ser humano sea apenas ese soplo invisible de sutileza y suciedad de la vida.
El tiempo, ese espacio tenue que se escapa entre sollozos y risas, entre búsquedas e incertidumbres, es el límite en que nos desdoblamos y somos como viajeros que deben llegar a su destino.

La condición humana (i)

Uno gira la página y no encuentra nada y la vida explota en todo su esplendor por los caminos de la existencia y entonces vivir es una tarea sabrosa.

Quieres llorar simplemente porque llorar es un acto humano, porque las lágrimas nos dejan más cerca de esas personas que sufren. Las lágrimas nos hermanan con todos los seres miserables del mundo entero.

Piensas en la fuerza que tiene el mal que es capaz de apagar una vida en segundos, en aquellos hombres que sirven a la maldad como a una religión.

Permaneces en silencio observando el vacío entre las nubes, piensas que nada puede justificar la muerte de un sólo ser humano.

Piensas en lo absurdo que significa el peso de la vida para tanta gente, quieres animarte, intentas ver de forma diferente, tienes esperanza y sueñas que el mundo pueda ser mejor, que los hombres aprenderán un día a convivir respetándose.

No puedes negarte, observas a esos hombres que siguen buscando resto de comida en los basureros, sabes que preferirías cerrar los ojos.

Ves a aquél niño, lleno de vida, que salta de alegría al encontrar un pedazo herrumbrado de una bicicleta e intentas sonreír, pero te das cuenta que el dolor es mayor y te sientes humillado por el hecho de que eres humano.

Algo muy parecido al Amor

El hombre se levantó y empezó a caminar muy cerca del río y por más que era hedionda la contaminación que le entraba hasta los huesos prefería ese lugar de perdición, ese lugar como un refugio, como última salida a sus limitaciones.
Miró la ciudad que empezaba a iluminarse, es tan bella la ciudad, suspiró, una pena que ya no exista un lugar decente donde vivir.
Los ratones empezaron a chillar y algo muy frío le erizó la piel. Pero trató de no hacer caso a esos pequeños monstruos que convivían con los restos de seres que el mundo no deseaba. Caminó sin prisa hasta que Lidia gritó desde el otro lado diciendo que la cena estaba lista.
La cena, repitió él, y se fue hacia la casucha. No tenían mesa, cada uno llevaba su plato y lo llenaba con lo que había y se sentaban por ahí a comer en silencio o en medio de calurosas discusiones y risas.
El puchero está muy bueno, dijo Lidia sacando la cuchara de la boca. Quedó pensativa con la boca abierta como si hubiera olvidado repentinamente la comida. Su memoria se poblaron de recuerdos e imágenes de su compañero y su hijo. Los tres sentados en la mesa comiendo puchero en el invierno en medio de miradas sabrosas y caricias de manos imperceptibles.
Una lágrima escapó de su ojo y se deslizó caliente hasta salpicar el borde del plato de hojalata. Nadie se dio cuenta que en la cabeza de aquella mujer había un remolino causado por el puchero. Todos comían en silencio.
Lidia continuaba de pie como si mirara el horizonte sin ver nada a no ser su hogar inexistente, su hijo desaparecido, su marido perdido o quizá muerto y ella con su locura y la vida en la calle. Otra gota de lágrima se le corrió.
Un perrito que buscaba comida se le acercó y le rozó la pierna haciéndose sentir, diciendo con ese gesto que también él estaba con hambre.
Lidia se incorporó y tragó la saliva sintiendo que había algo duro en la garganta. Miró al perro y compartió con él su porción. El animalito parecía agradecer con la cola que bailoteaba sin descanso. Come en paz, dijo Lidia y fue a sentarse cerca de la pared.
Como un pequeño milagro, al observar al perro, algo muy parecido a una sonrisa se le dibujó en los labios.