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lunes, 30 de marzo de 2009

Infancia






















El chiquillo estaba parado sujetándose en la reja de la puerta. El padre sentado a dos pasos en el peldaño de la escalera de la entrada de la casa. Todo estaba allí, es ese espacio de un metro cuadrado. El niño parecía feliz, sin intuir quizás el modo como nos hemos organizado como sociedad, en la que no podemos confiar en nadie, en la que tenemos que escondernos para “protegernos” de los demás. Saludé al pequeño con la mano y una mueca en la cara, él sonrió en su inocencia, el padre con rostro adulto apenas evidenciaba su cansancio.
La infancia es un país al que siempre volvemos para buscar saber quién fuimos y quién somos. Lo que dejamos trasparecer en nuestra personalidad en la llamada madurez no es más que residuos de un tiempo en el que fuimos felices o infelices. Los seres humanos infelices o tuvieron una infancia desgraciada o optaron por una vida fácil, pues solamente los que son divinos no llegan a sufrir o apenas los idiotas. La infancia deja marca imperecedera. Es una reserva de esperanza, de alegría, de juego y gracia. En la infancia no necesitamos desconfiar, en nuestros padres todos los adultos son buenos, sin titubear nos largamos en los brazos de quien nos ofrece. No necesitamos justificarnos porque siempre hacemos lo que nos gusta. No hacen falta las reglas. Recuerdo que mi hermano cuando apenas tenía siete años, estaba jugado con sus amigos al fútbol. Nadie quería quedarse en el arco, pues todos querían ser atacante. Por ser el menor mi hermano fue obligado a defender el arco de su equipo. A pocos minutos le hicieron un gol. El equipo contrario vibró con el hecho del balón que fue ingresando suavemente entre los dos palos que servían de portería. Mi hermano no dudó en explotar también él en la alegría de un gol consumado, sin importarle que haya sido en su propio arco. Es el espíritu de la infancia, donde todavía no existe la competición. Pues lo que realmente importa es el juego. Todo auténtico juego no tiene regla, no tiene horario para iniciar ni para terminar. Entramos en el terreno de lo gratuito.
En la infancia todo es gracioso, hermoso, simpático. Vemos el mundo con ojos de confianza, esperanza y belleza sin igual. Por eso es símbolo de la pureza, de la confianza total, de la fe auténtica, de la alegría verdadera, de abertura a otras realidades. “Quien no se hace como un niño no entrará en el Reino de los Cielos”, afirma Jesús. ¿Qué significará entrar en el Reino de los Cielos? Es sabido que también los niños muestran algo de la contradicción humana, también ellos aprenden rápidamente la falsedad y la mentira. La infancia es apreciada no porque el niño nos muestre la bondad perdida del ser humano, más porque en la infancia el espíritu de interés tiene un peso insignificante. El niño confía totalmente en los mayores, se entrega totalmente a sus padres, pues sabe que ellos no le harán ningún mal. Esa imagen de la confianza total es la que sirve en la comparación que hace Jesús. El ser humano impregnado por el espíritu de comercio jamás entenderá el significado del Reino de Dios, mucho menos le interesará ingresar en él. Él no necesita confiar en nadie, basta la confianza en sus finanzas.
Los niños son hábiles para percibir realidades que los adultos somos incapaces de distinguir. Pasan horas, si los padres permiten, observando algún animalillo. Una lucha titánica de una hormiga después de la lluvia. Un perrito que juega, persiguiendo su propia cola en giros sin fin. Un gusano de tierra que se mueve intentando escapar. Ese mundo es invisible para nosotros. Muchos incluso llegan a afirmar que esas realidades no existen, que apenas son frutos de la imaginación del niño. Iris dijo, con tres años de edad, que habían llevado al señor Pedro a plantar. Sí, el fallecido había sido llevado para habitar en la tierra de los muertos. Habían colocado el ataúd dentro de la tierra. Lo habían plantado. Como toda semilla, ella estaba segura, germinaría a cualquier hora.

domingo, 8 de marzo de 2009

Límites de la Razón.

“La razón no sirve para la vida”, decía un escritor, refiriéndose a la razón matemática y especialmente a aquella racionalidad ilustrada arrogante que se había presentado como solución para todos los problemas del mundo. Desilusionado el hombre de hoy no cree en la pretenciosa grandiosidad racional. Si antiguamente se definía al hombre como el animal racional, homo sapiens, hoy día casi nadie se atreve a presentar la razón como la única definición humana, más bien se habla de un aspecto importante del conjunto constitucional humano.
Parece correcto afirmar que la razón es limitada cuando se trata de explicar las dimensiones existenciales fundamentales. La razón sería incapaz de explicar la amistad, el amor, la misericordia, la gratuidad, etc. Delante de un niño que nace o delante de la experiencia de la muerte la razón no puede decir absolutamente nada.
Pero no se trata tampoco de negar la importancia de la razón, que de la misma forma cuando ignorada, el ser humano puede convertirse en un apasionado fundamentalista, incapaz de pensar o reflexionar. Entonces es importante saber que existen límites y tareas específicas y la necesidad de reconocer que es vana la pretensión de una racionalidad absoluta.
Una de esas limitaciones se refiere a la incapacidad del hombre de explicarse lo que se presenta como el más decisivo de su existir, es decir, el sentido de su propia vida. La razón, en la respuesta, puede llegar hasta cierto punto, pero debe ser honesto y aceptar que existen realidades que la ultrapasan. Ella no puede, meramente, ignorar las realidades existentes fuera de sus límites, o por su incapacidad de percepción las califique como ingenuidades o, despectivamente, mitos. Es arrogancia racionalista excluir, a priori, la posibilidad de realidades que sobrepasan los límites de nuestra racionalidad.
El ser humano, por su conciencia y libertad, se percibe como un ser en el mundo, que vive en la historia y hace parte de una grandiosa construcción llamada historia humana. Se da cuenta que es diferente del mundo, que contrariamente del mundo, puede decidir libremente, que puede construir su propio futuro, y que en sus búsquedas, siempre penúltimas, transciende; pero al mismo tiempo se da cuenta de que es un ser limitado, que vive en una cultura determinada y, lo que es dramático, se siente amenazado a cada instante por la muerte.
Por tratarse el hombre de un ser consciente y libre necesariamente debe hacerse la pregunta sobre el sentido de su existencia, a no ser que ignore la cuestión, que lo llevaría a una vida inauténtica, no humana, es decir, a una vida alienada. Una vida auténtica exige interrogaciones, la propia filosofía es prueba de esa verdad, así mismo espera respuestas en determinado momento de la vida. La coherencia de las respuestas llevaría al hombre necesariamente a una dimensión que ultrapasa la inmanencia. Así se entiende que de las cuestiones que surgen del corazón del hombre pueden surgir cuestiones importantes sobre la posibilidad de la trascendencia.
La reflexión racional llega hasta un determinado límite y es incapaz de evidenciar el verdadero sentido de la vida. Ella debe dar lugar a la posibilidad del encuentro con la sorpresa, con realidades que ella misma es incapaz de establecer. En su honestidad debe callarse delante de una eventualidad que no puede explicar, y que quizás si silenciara pueda empezar a contemplar. Sin embargo esa realidad se le escapa totalmente.