El chiquillo estaba parado sujetándose en la reja de la puerta. El padre sentado a dos pasos en el peldaño de la escalera de la entrada de la casa. Todo estaba allí, es ese espacio de un metro cuadrado. El niño parecía feliz, sin intuir quizás el modo como nos hemos organizado como sociedad, en la que no podemos confiar en nadie, en la que tenemos que escondernos para “protegernos” de los demás. Saludé al pequeño con la mano y una mueca en la cara, él sonrió en su inocencia, el padre con rostro adulto apenas evidenciaba su cansancio.
La infancia es un país al que siempre volvemos para buscar saber quién fuimos y quién somos. Lo que dejamos trasparecer en nuestra personalidad en la llamada madurez no es más que residuos de un tiempo en el que fuimos felices o infelices. Los seres humanos infelices o tuvieron una infancia desgraciada o optaron por una vida fácil, pues solamente los que son divinos no llegan a sufrir o apenas los idiotas. La infancia deja marca imperecedera. Es una reserva de esperanza, de alegría, de juego y gracia. En la infancia no necesitamos desconfiar, en nuestros padres todos los adultos son buenos, sin titubear nos largamos en los brazos de quien nos ofrece. No necesitamos justificarnos porque siempre hacemos lo que nos gusta. No hacen falta las reglas. Recuerdo que mi hermano cuando apenas tenía siete años, estaba jugado con sus amigos al fútbol. Nadie quería quedarse en el arco, pues todos querían ser atacante. Por ser el menor mi hermano fue obligado a defender el arco de su equipo. A pocos minutos le hicieron un gol. El equipo contrario vibró con el hecho del balón que fue ingresando suavemente entre los dos palos que servían de portería. Mi hermano no dudó en explotar también él en la alegría de un gol consumado, sin importarle que haya sido en su propio arco. Es el espíritu de la infancia, donde todavía no existe la competición. Pues lo que realmente importa es el juego. Todo auténtico juego no tiene regla, no tiene horario para iniciar ni para terminar. Entramos en el terreno de lo gratuito.
En la infancia todo es gracioso, hermoso, simpático. Vemos el mundo con ojos de confianza, esperanza y belleza sin igual. Por eso es símbolo de la pureza, de la confianza total, de la fe auténtica, de la alegría verdadera, de abertura a otras realidades. “Quien no se hace como un niño no entrará en el Reino de los Cielos”, afirma Jesús. ¿Qué significará entrar en el Reino de los Cielos? Es sabido que también los niños muestran algo de la contradicción humana, también ellos aprenden rápidamente la falsedad y la mentira. La infancia es apreciada no porque el niño nos muestre la bondad perdida del ser humano, más porque en la infancia el espíritu de interés tiene un peso insignificante. El niño confía totalmente en los mayores, se entrega totalmente a sus padres, pues sabe que ellos no le harán ningún mal. Esa imagen de la confianza total es la que sirve en la comparación que hace Jesús. El ser humano impregnado por el espíritu de comercio jamás entenderá el significado del Reino de Dios, mucho menos le interesará ingresar en él. Él no necesita confiar en nadie, basta la confianza en sus finanzas.
Los niños son hábiles para percibir realidades que los adultos somos incapaces de distinguir. Pasan horas, si los padres permiten, observando algún animalillo. Una lucha titánica de una hormiga después de la lluvia. Un perrito que juega, persiguiendo su propia cola en giros sin fin. Un gusano de tierra que se mueve intentando escapar. Ese mundo es invisible para nosotros. Muchos incluso llegan a afirmar que esas realidades no existen, que apenas son frutos de la imaginación del niño. Iris dijo, con tres años de edad, que habían llevado al señor Pedro a plantar. Sí, el fallecido había sido llevado para habitar en la tierra de los muertos. Habían colocado el ataúd dentro de la tierra. Lo habían plantado. Como toda semilla, ella estaba segura, germinaría a cualquier hora.
La infancia es un país al que siempre volvemos para buscar saber quién fuimos y quién somos. Lo que dejamos trasparecer en nuestra personalidad en la llamada madurez no es más que residuos de un tiempo en el que fuimos felices o infelices. Los seres humanos infelices o tuvieron una infancia desgraciada o optaron por una vida fácil, pues solamente los que son divinos no llegan a sufrir o apenas los idiotas. La infancia deja marca imperecedera. Es una reserva de esperanza, de alegría, de juego y gracia. En la infancia no necesitamos desconfiar, en nuestros padres todos los adultos son buenos, sin titubear nos largamos en los brazos de quien nos ofrece. No necesitamos justificarnos porque siempre hacemos lo que nos gusta. No hacen falta las reglas. Recuerdo que mi hermano cuando apenas tenía siete años, estaba jugado con sus amigos al fútbol. Nadie quería quedarse en el arco, pues todos querían ser atacante. Por ser el menor mi hermano fue obligado a defender el arco de su equipo. A pocos minutos le hicieron un gol. El equipo contrario vibró con el hecho del balón que fue ingresando suavemente entre los dos palos que servían de portería. Mi hermano no dudó en explotar también él en la alegría de un gol consumado, sin importarle que haya sido en su propio arco. Es el espíritu de la infancia, donde todavía no existe la competición. Pues lo que realmente importa es el juego. Todo auténtico juego no tiene regla, no tiene horario para iniciar ni para terminar. Entramos en el terreno de lo gratuito.
En la infancia todo es gracioso, hermoso, simpático. Vemos el mundo con ojos de confianza, esperanza y belleza sin igual. Por eso es símbolo de la pureza, de la confianza total, de la fe auténtica, de la alegría verdadera, de abertura a otras realidades. “Quien no se hace como un niño no entrará en el Reino de los Cielos”, afirma Jesús. ¿Qué significará entrar en el Reino de los Cielos? Es sabido que también los niños muestran algo de la contradicción humana, también ellos aprenden rápidamente la falsedad y la mentira. La infancia es apreciada no porque el niño nos muestre la bondad perdida del ser humano, más porque en la infancia el espíritu de interés tiene un peso insignificante. El niño confía totalmente en los mayores, se entrega totalmente a sus padres, pues sabe que ellos no le harán ningún mal. Esa imagen de la confianza total es la que sirve en la comparación que hace Jesús. El ser humano impregnado por el espíritu de comercio jamás entenderá el significado del Reino de Dios, mucho menos le interesará ingresar en él. Él no necesita confiar en nadie, basta la confianza en sus finanzas.
Los niños son hábiles para percibir realidades que los adultos somos incapaces de distinguir. Pasan horas, si los padres permiten, observando algún animalillo. Una lucha titánica de una hormiga después de la lluvia. Un perrito que juega, persiguiendo su propia cola en giros sin fin. Un gusano de tierra que se mueve intentando escapar. Ese mundo es invisible para nosotros. Muchos incluso llegan a afirmar que esas realidades no existen, que apenas son frutos de la imaginación del niño. Iris dijo, con tres años de edad, que habían llevado al señor Pedro a plantar. Sí, el fallecido había sido llevado para habitar en la tierra de los muertos. Habían colocado el ataúd dentro de la tierra. Lo habían plantado. Como toda semilla, ella estaba segura, germinaría a cualquier hora.